Cuatro días para las elecciones. Nadie lo creería viendo los carros en la calle. De cada 100 carros, solo cuatro o cinco llevan banderas o calcomanías que proclaman una preferencia política. ¿Por qué ya nadie se identifica con un partido político o candidato? ¿Por qué los costarricenses han hecho de su filiación política algo íntimo, que no quieren compartir con nadie?
Varios factores confluyen. Primero, durante muchos años nos bombardearon con un discurso deslegitimador del Estado y de lo público, atribuyéndole a la iniciativa individual un valor supremo. El debilitamiento del sentido y pertinencia de lo colectivo incide directamente en el ámbito político, en tanto es en este donde se debaten, negocian y forjan los proyectos comunes. Segundo, el discurso de denuncia de la corrupción, que en primera instancia recogió el clamor popular que exige una ética rigurosa en el ejercicio del poder ha degenerado, por haber sido efectivo en producir apoyos electorales, en un cuestionamiento sistemático y absoluto de toda instancia de poder-por lo menos hasta que quienes sostienen esta posición no ocupen estos espacios-, haciendo de la generalización no una excepción como exigiría la diversidad de sociedades cada vez más complejas, sino una forma común de desvirtuar cualquier discurso que se oponga al que sostienen quienes se asumen moralmente superiores. En este mundo, que para algunos ni siquiera es blanco y negro, sino todo negro, no existen verdades legítimas de ninguna índole.
Tercero, la ocupación del espacio público del debate por parte de sectores cada vez más intransigentes, dogmáticos y fanáticos aleja al ciudadano común, que prefiere no involucrarse en la lluvia de insultos que termina siendo cualquier intento intercambio de ideas.
Por ultimo, y como consecuencia de todo lo anterior, el descrédito de lo político y de sus instituciones ha derivado en una desproporcionada influencia del papel de la prensa, actor incontestado que no siempre abre espacios para la exposición de puntos de vista contrarios a los sostenidos en su línea editorial. Una cobertura usualmente desequilibrada de los hechos públicos refuerza su carácter negativo y por ende de lo colectivo, agudizando este proceso de disociación y de satanización de lo político.
Ante este panorama, es de esperarse que nadie quiera "destaparse" y mostrar su simpatía política, porque en el ambiente actual eso puede resultar en que se le llame corrupto, fascista o talibán. La militancia política solo puede explicarse, según lo que parece ahora ser el discurso políticamente correcto, en la lógica de los intereses personales -¿detrás de cuál puesto, beca, bono o ayuda andará ese que puso una bandera en su casa?-, nunca por razones positivas. Entonces, ¿para qué exponerse al escarnio y el insulto?. Mejor quedarse callado e ir, mayoritariamente por sus propios medios, a emitir su voto, y es solo en la intimidad de la urna que por fin la ciudadanía decide manifestarse. Y para rematar, cuando los resultados se producen, este ciudadano y ciudadana tiene que soportar los sesudos análisis sobre el comportamiento de...¡los abstencionistas!.
Tenemos que hacer un esfuerzo por recuperar la política como actividad social válida. Es en ese espacio en el que podemos empezar a forjar los acuerdos que requerimos para avanzar como sociedad. Si seguimos por el camino que hemos venido transitando, de seguro no vamos a llegar a ninguna parte.
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