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domingo, 2 de octubre de 2016

La democracia castigada

¿Qué está pasando con la democracia en el mundo? A lo largo y ancho del mundo, los inescrutables ciudadanos del siglo XXI acuden a las urnas y entregan resultados, en el mejor de los casos, sorprendentes, opuestos al pensamiento convencional. Se trata, con mayor o menor intensidad, de un castigo a la democracia, de la expresión de un malestar profundo, uno que paradójicamente se da en momentos en que la humanidad ha alcanzado niveles de bienestar sin precedentes.

No es nuevo que la gente opte por alternativas “no convencionales”. Históricamente esto sucedía en sistemas políticos que no eran democracias plenas, asociado además con una situación de exclusión económica o política que alimentaba el descontento con la política y los políticos tradicionales. Pero cuando este tipo de comportamiento se presenta en democracias consolidadas, en sociedades prósperas y con altos niveles de vida, las explicaciones clásicas se quedan trágicamente cortas.

Un ejemplo de este fenómeno es lo que está pasando en la elección presidencial de los Estados Unidos. La candidatura de Donald Trump era impensable hace unos años en una democracia como la estadounidense. El surgimiento de un personaje tan evidentemente descalificado para aspirar a la Presidencia del país más poderoso del mundo, ha confirmado de manera dramática esta tendencia insospechada en el comportamiento ciudadano contemporáneo.  

Igual ha venido sucediendo en Europa. Opciones políticas antisistema proliferan en países en los que se asumía que la democracia había creado condiciones de estabilidad que parecían vislumbrar un futuro sin sobresaltos, en el que se podía seguir construyendo las condiciones que permitieran la plena realización de sus ciudadanos.

Si bien en el caso de Europa hay factores económicos que pueden explicar parte del malestar -la crisis financiera del 2008 tuvo un impacto que todavía se siente a lo largo y ancho de la comunidad europea-, no parece ser solo una cuestión económica. Está claro que existen cuestionamientos de otro orden, y que tienen que ver más con la práctica política en democracia.

Mas allá de las acusaciones cajoneras, la democracia es de alguna manera víctima de su propio éxito, sobre todo en las sociedades occidentales. Aseguradas ciertas condiciones de vida, las ciudadanías contemporáneas han comenzado a incorporar preocupaciones inéditas producto de un mayor conocimiento de la realidad que lo rodea. Algunas de ellas, en abierta contradicción con los paradigmas que generaron esas condiciones de vida que disfruta. Probablemente el ejemplo mas representativo de esta tensión, que se presenta en muchos otros campos, sea el de la necesidad de un crecimiento económico vigoroso, como base para el desarrollo, y el imperativo moral de la sostenibilidad.  

En Occidente se trató de resolver este, y otros dilemas, no en el campo de las políticas públicas concretas, sino en el de la práctica política, mediante la incorporación de nuevos actores en el proceso de toma de decisiones. Esto en medio de una deslegitimación sistemática de la representatividad, hasta ahora bastión de la democracia, y concebida hoy -después una interesada inversión de valores-, como una desviación autoritaria mas que una concreción del ideal democrático.

Esta respuesta ha resultado en un poder político diluido. Se multiplicaron las posibilidades de veto, y se despojó de legitimidad a la mayoría, creyendo que de esa manera se podía atenuar el malestar ciudadano. Pero el remedio terminó siendo peor que la enfermedad: el resultado neto del proceso fue una dificultad extrema para concretar políticas públicas, con lo que se terminó agudizando la sensación de que el sistema no era capaz de resolver las nuevas demandas.

Y ante la parálisis, cualquier cosa es posible. El populismo por ejemplo, es una de esas ocurrencias cada vez mas frecuentes, y que tiene el atractivo de presentarse como una salida legítima que cumple un doble propósito: superar la parálisis y castigar a los culpables de esta. De ahí viene Trump y Le Pen, y los partidos ultranacionalistas anti inmigrantes que pululan en Europa. Y de ahí seguirán viniendo los populistas de todos los pelajes, incluyendo a su versión light, en la que para alcanzar el poder se es capaz de pintar un panorama desolador de un país exitoso, como premisa para prometer un cambio que no se es capaz de concretar.

De cara a lo que viene, las democracias occidentales deben poner en la balanza lo actuado, con objetividad, y tratar de recuperar la capacidad de gestión de los estados. Pasa por revitalizar la representatividad como institución fundamental de la democracia, y devolver la legítima potestad de decisión a las mayorías, entre otras cosas. Es eso o seguir sobresaltándonos  cada vez que la ciudadanía manifiesta su voluntad de embarcarse en aventuras de las que no resulta nada bueno.

Twitter: @robertogallardo
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