¿Qué está pasando con la democracia en el
mundo? A lo largo y ancho del mundo, los inescrutables ciudadanos del siglo XXI
acuden a las urnas y entregan resultados, en el mejor de los casos,
sorprendentes, opuestos al pensamiento convencional. Se trata, con mayor o
menor intensidad, de un castigo a la democracia, de la expresión de un malestar
profundo, uno que paradójicamente se da en momentos en que la humanidad ha
alcanzado niveles de bienestar sin precedentes.
No es nuevo que la gente opte por
alternativas “no convencionales”. Históricamente esto sucedía en sistemas
políticos que no eran democracias plenas, asociado además con una situación de
exclusión económica o política que alimentaba el descontento con la política y
los políticos tradicionales. Pero cuando este tipo de comportamiento se
presenta en democracias consolidadas, en sociedades prósperas y con altos
niveles de vida, las explicaciones clásicas se quedan trágicamente cortas.
Un ejemplo de este fenómeno es lo que
está pasando en la elección presidencial de los Estados Unidos. La candidatura
de Donald Trump era impensable hace unos años en una democracia como la
estadounidense. El surgimiento de un personaje tan evidentemente descalificado
para aspirar a la Presidencia del país más poderoso del mundo, ha confirmado de
manera dramática esta tendencia insospechada en el comportamiento ciudadano
contemporáneo.
Igual ha venido sucediendo en Europa.
Opciones políticas antisistema proliferan en países en los que se asumía que la
democracia había creado condiciones de estabilidad que parecían vislumbrar un
futuro sin sobresaltos, en el que se podía seguir construyendo las condiciones
que permitieran la plena realización de sus ciudadanos.
Si bien en el caso de Europa hay factores
económicos que pueden explicar parte del malestar -la crisis financiera del
2008 tuvo un impacto que todavía se siente a lo largo y ancho de la comunidad
europea-, no parece ser solo una cuestión económica. Está claro que existen
cuestionamientos de otro orden, y que tienen que ver más con la práctica
política en democracia.
Mas allá de las acusaciones cajoneras, la
democracia es de alguna manera víctima de su propio éxito, sobre todo en las
sociedades occidentales. Aseguradas ciertas condiciones de vida, las ciudadanías
contemporáneas han comenzado a incorporar preocupaciones inéditas producto de un
mayor conocimiento de la realidad que lo rodea. Algunas de ellas, en abierta
contradicción con los paradigmas que generaron esas condiciones de vida que
disfruta. Probablemente el ejemplo mas representativo de esta tensión, que se presenta
en muchos otros campos, sea el de la necesidad de un crecimiento económico vigoroso,
como base para el desarrollo, y el imperativo moral de la sostenibilidad.
En Occidente se trató de resolver este, y
otros dilemas, no en el campo de las políticas públicas concretas, sino en el
de la práctica política, mediante la incorporación de nuevos actores en el
proceso de toma de decisiones. Esto en medio de una deslegitimación sistemática de
la representatividad, hasta ahora bastión de la democracia, y concebida hoy -después una interesada inversión de valores-, como una desviación autoritaria mas que una concreción del ideal democrático.
Esta respuesta ha resultado en un poder
político diluido. Se multiplicaron las posibilidades de veto, y se despojó de
legitimidad a la mayoría, creyendo que de esa manera se podía atenuar el
malestar ciudadano. Pero el remedio terminó siendo peor que la enfermedad: el
resultado neto del proceso fue una dificultad extrema para concretar políticas
públicas, con lo que se terminó agudizando la sensación de que el sistema no
era capaz de resolver las nuevas demandas.
Y ante la parálisis, cualquier cosa es
posible. El populismo por ejemplo, es una de esas ocurrencias cada vez mas
frecuentes, y que tiene el atractivo de
presentarse como una salida legítima que cumple un doble propósito: superar la
parálisis y castigar a los culpables de esta. De ahí viene Trump y Le Pen, y
los partidos ultranacionalistas anti inmigrantes que pululan en Europa. Y de
ahí seguirán viniendo los populistas de todos los pelajes, incluyendo a su
versión light, en la que para alcanzar el poder se es capaz de pintar un
panorama desolador de un país exitoso, como premisa para prometer un cambio que
no se es capaz de concretar.
De cara a lo que viene, las democracias
occidentales deben poner en la balanza lo actuado, con objetividad, y tratar de
recuperar la capacidad de gestión de los estados. Pasa por revitalizar la
representatividad como institución fundamental de la democracia, y devolver la legítima
potestad de decisión a las mayorías, entre otras cosas. Es eso o seguir sobresaltándonos
cada vez que la ciudadanía manifiesta su
voluntad de embarcarse en aventuras de las que no resulta nada bueno.
Twitter: @robertogallardo
Facebook: https://www.facebook.com/roberto.j.gallardo.n/
Facebook: https://www.facebook.com/roberto.j.gallardo.n/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario