Este año el país enfrentará un déficit fiscal de alrededor de un 5%. El tema es serio y merece una reflexión igualmente seria, y no un debate plagado de juicios de valor y sin considerar todos lo elementos necesarios para tener una posición informada.
Lo primero es explicar el origen del déficit. Costa Rica, con una economía muy pequeña para sustentar su crecimiento en la demanda interna, ha apostado por la integración comercial internacional para generar el dinamismo necesario que nos permita alcanzar mejores niveles de vida. Precisamente por esto la crisis tuvo un impacto directo en el país, el que si bien fue menor que otras latitudes, siempre resultó en una disminución de la producción nacional como no se había visto en las últimas décadas.
Y cuando un país produce menos, el Gobierno recauda menos. Pero las necesidades siguen siendo las mismas. La receta tradicional ante un desbalance como este era recortar gastos, sobre todo en el ámbito social, que es normalmente en el que se invierten más recursos. Pero esta vez, con la aquiescencia de los organismos financieros internacionales que hace 25 años recomendaban exactamente lo contrario, se concluyó que lo mejor era enfrentar esta disminución en la producción de riqueza aumentando el gasto público, aunque fuera necesario incurrir en déficits fiscales en el proceso.
Eso precisamente fue lo que se hizo en Costa Rica. Por eso se utilizaron recursos públicos para capitalizar los bancos estatales, de manera que el crédito no dejara de fluir al aparato productivo nacional. En esa dirección se ejecutó un Plan Alimentario que garantizó el suministro de granos básicos, pero además estimuló la actividad agrícola. En la misma línea se agilizó la ejecución de algunos proyectos de infraestructura con fondos del presupuesto. Y así con un conjunto de medidas, recogidas en el Plan Escudo, que tenía como objetivo intentar compensar la desaceleración económica y proteger el empleo.
Pero más importante aún, se reforzaron los presupuestos de los programas de asistencia social, a partir de la premisa de que los que menos tienen debían ser protegidos del embate de la crisis, y que, sobre todo, la pérdida de ingreso familiar no terminara hipotecando el futuro de los jóvenes que se verían obligados a abandonar sus estudios para sumarse prematuramente a la fuerza laboral.
Gracias a esta medidas, el país pudo atenuar el golpe. Pero por supuesto que tuvo un precio: el déficit fiscal. No prueba esto -como están empezando a afirmar algunos economistas que comienzan a asomar la cabeza después de que la aplicación de sus teorías de libre mercado sin regulación precisamente causaran la crisis-, falta de disciplina o irresponsabilidad fiscal, sino más bien la imperiosa necesidad de una reforma fiscal que produzca suficientes recursos para sostener y ampliar la red de asistencia social que requiere el país, así como la inversión en ámbitos estratégicos como infraestructura y ciencia y tecnología que son requisito fundamental para dar ese salto cualitativo que el país necesita.
El problema es evidentemente de estructura tributaria y no tiene que ver únicamente con el nivel de crecimiento económico. Esto quedó claro en los años precedentes a la crisis, en los que pese al dinamismo de la economía y a niveles de recaudación sin precedentes, el país siempre tuvo que sacrificar inversión en algunos ámbitos cuando por ejemplo se presentaba una emergencia. ¿Cuántas nuevas escuelas se habrán tenido que sacrificar para atender daños provocados por inundaciones? ¿Cuántos CEN-CINAI se tuvo que dejar de abrir para poder reconstruir los daños provocados por los temporales en las carreteras? Estos costos de oportunidad existen en proporción directa a la escasez de recursos fiscales y aun una economía boyante como la de esos años no pudo producirlos.
El tema debería ser entonces como dotar de más recursos al Estado y no el de cuáles gastos recortar para equilibrar las finanzas públicas. Una reforma tributaria progresiva no solo es oportuna, sino además impostergable.
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