En este período en el que se discuten -o
al menos eso quisiéramos-, temas trascendentales para el futuro de nuestro país,
deberíamos exigir que ese debate se lleve a cabo con el máximo rigor posible.
Una premisa básica, para definir el país que queremos, es partir del país que
en realidad tenemos.
Los procesos que conducen al desarrollo
son complejos y de largo aliento. Para alcanzar niveles de bienestar
generalizados, sostenibles y con equidad, requerimos diseñar políticas públicas
que partan no solo de los objetivos que se trazan a futuro, sino además de una
justa valoración de lo alcanzado. En ese balance en el análisis se encuentra la
posibilidad de diseñar estrategias de desarrollo apropiadas y realistas.
¿Cuál es la Costa Rica de hoy? La
pregunta no es retórica, pues de la caracterización que hagamos dependerá mucho
la forma en la que debemos acometer las tareas del desarrollo. Partimos de la
noción indisputable de que tenemos retos y carencias, que falta mucho por
avanzar, sobre todo en materia de equidad. Pero sería irracional aceptar que el
país es lo que algunos dicen que es: un resonante fracaso colectivo, una sociedad
desgarrada en donde campea la pobreza, la inseguridad, el desaliento y el
conflicto social.
La Costa Rica del 2014 no es, ni por
asomo, la que los heraldos del apocalipsis dicen que es. Se entiende que
algunos quieran crear tal sentimiento de desánimo que el electorado crea que
cualquier opción da igual y por lo tanto se puede elegir a cualquiera, pero la
verdad es otra. No se trata de juzgar la labor de Gobierno, sino de valorar en
su justa perspectiva lo que hemos alcanzado como país, requisito fundamental
para definir que es lo que queremos.
Lo cierto es, que, como dice el Decimonoveno
Informe sobre el Estado de la Nación, en los últimos años “hubo progresos en la
contención de la violencia social y mejoras importantes en los indicadores
educativos y de salud”. Los avances en materia de seguridad ciudadana ha hecho que el tema, de urgente preeminencia
en la campaña del 2010, haya desaparecido del debate en la campaña del 2014. No
podía ser de otra forma después que los asaltos se redujeran de 7,166 en el
2006 a 5,912 en el 2012, los robos a casa y locales comerciales de 19,778 en el
2006 a 16,377 en el 2012, y la tasa de homicidios se redujera dramáticamente de
11.5 por cada 100,000 habitantes, a 8,8 en el período del 2010 al 2012.
En el campo social, en el año 2012 la
pobreza, medida por insuficiencia de ingresos, se redujo un 1%, la primera
reducción en un quinquenio, y como parte de una reducción de 7% desde 1990.
Pero cuando se mide la pobreza por el
método de Necesidades Básicas Insatisfechas, que refleja la eficacia de los
programas sociales públicos, el Estado de la Nación, con base en el censo 2011,
estima que el porcentaje de hogares con una o mas necesidades básicas
insatisfechas se redujo de 36,1% en el año 2000 a 24,6% al momento del censo. Un
46% de los distritos del país experimentó mejoras en este indicador en esos 10
años, y solo un 1,3% un descenso.
Todo esto como resultado de un esfuerzo
enorme que se ha venido haciendo desde el 2006 para aumentar la inversión
social, desde un 16,8% del PIB en el 2006, al 23% en el año 2012, pese un
déficit fiscal que habría llevado a otros precisamente a cortar esta inversión
en aras de un equilibrio que ha probado ser letal para los mas necesitados en
todo el mundo. Y esto en un entorno de inflación controlada, la menor en los
últimos 36 años según la CEPAL.
Igualmente la inversión educación ha
venido elevándose paulatinamente, pasando de un 5% del PIB en el 2006 a un 7,2%
en el 2012. No es casualidad por ejemplo que el porcentaje de repitentes en
educación tradicional haya disminuido de 9,6% en el 2006 a 7,3% en el 2012, o
que la deserción intranual en secundaria haya disminuido de 13,2% en el 2006 a
11,1 en el 2011. Agréguese el aumento de la inversión en programas de salud, de
4,9% del PIB en el 2006 a 6,8% en el 2012, lo que ha generado que el año pasado
el país redujera la tasa de mortalidad infantil, entre otros indicadores, a su
nivel mas bajo de la historia, uno que nos sitúa al nivel de países
desarrollados.
Ni hablar del desempeño del país en materia
de exportaciones, de atracción de inversiones y de incremento del numero de
turistas que nos visitan, actividades en la que el crecimiento ha sido
sostenido desde el 2006.
Y no son solo los indicadores nacionales
los que muestran que este país está muy lejos de ser el desastre que algunos
quieren pintar. Desde afuera nos miran con admiración y resaltan una y otra vez
nuestros logros. El Foro Económico Mundial califica al sistema educativo
costarricense como el primero de Latinoamérica; además somos primeros en el
Índice Global de Innovación de la Universidad de Cornell, en el Índice de
Progreso Social del Social Progress Imperative, y en el Índice de Desempeño
Ambiental de la Universidad de Yale.
Consistentemente, para desesperación de
los apóstoles del pesimismo, el país se sitúa en los primerísimos lugares de
mediciones alternativas de bienestar, lo que ha llevado que se considere a
Costa Rica como uno de los países mas felices del mundo, dato ratificado por
una encuesta de la UCR el año pasado, en la que 9 de cada 10 costarricenses se declaraba
feliz. Esto en una sociedad que es primera en el Índice de Libertad de Prensa
según la organización Reporteros sin Fronteras y cuarta en el Índice de
Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional.
Para definir políticas de desarrollo no debemos
permitir que nos confundan. Para ser exitosos, debemos partir de la valoración
precisa de lo que hemos alcanzado. Porque si el debate se basa en un país que
no existe, podemos terminar con un país que no queremos.
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